15.7.09

En un momento de GAKE NO UE NO PONYO, el niño protagonista, Sosuke, sale de la escuela corriendo intentando evadirse de la lluvia hasta que llega al asilo donde trabaja su madre. Esa escena tiene algo de táctil, de vivido, de paraíso perdido de la infancia. Cuando, ya en el lugar de destino y resguardado de la tormenta, Sosuke mira hacia el exterior, solo ve oscuridad, una tarde perdida seguramente. Es la magia del arte de Hayao Miyazaki, que nos hace pensar en nuestra niñez desde la, aparente, lejanía del dibujo animado. Así, nosotros, identificados con el niño, no podemos evitar sentir tristeza por esa tarde desperdiciada, esa tarde en la que el chico no ha podido disfrutar de los juegos de la infancia. Cuando éramos niños y llovía, muchas veces, nos refugiábamos en casa delante de la televisión. No había otro remedio. Y en bastantes de esas ocasiones nos decidíamos a ver una película (infantil, claro, éramos niños). Y hoy cuando ya hemos crecido, descubrimos Ponyo en el acantilado y pensamos lo bella que sería una de esas tardes de lluvia disfrutando la película de Miyazaki. Sin duda, está hecha para esas ocasiones.

La sencillez que dest
ila Ponyo en el acantilado es absolutamente deslumbrante. Miyazaki deja atrás la complejidad de sus últimas películas, y aborda ahora una suerte de “concentración mínima” de espacios y personajes, rindiéndolos todos ante el cuento y la fábula. De un lado tenemos la tierra, del otro el mar. Por un flanco, Sosuke; y por el otro, Ponyo, la princesa pez que experimentará una transformación en niña humana. Sosuke y su madre (tierra) ven poco al padre, su trabajo de marinero (mar) hace que tenga que pasar muchos días y noches fuera de casa. Mientras, las ancianas del asilo (concretamente una) pueden prever las tormentas y los maremotos, conocen bien el sentido de la fábula, un poco como el niño que descifra los códigos presentes en las cajas de cereales de La joven del agua. El paisaje dividido en dos se fundamenta en el choque, el de los mares con la tierra, y el acantilado se convierte entonces en el centro de un minimundo. Por una parte están el faro, la escuela, el asilo; todos conectados mediante caminos en curva que siguen la lógica de los entrantes y salientes del mar. Y este último, agitado o calmado en función de los acontecimientos (efecto apenas imperceptible, de una sutileza mágica), esconde oscuros sótanos subterráneos guarecidos entre rocas y plancton. Un paraíso de ensueño para ser habitado por los niños, para hacerles pensar e imaginar en lugares mentales idealizados, lugares que, cuando el niño haya crecido, recordará y le hará ordenar las cosas por partes, en una suerte de ensoñación fabulesca casi psicotrópica.

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