27.10.08

 .


Un paraíso
.
GO GO TALES. Es una fiesta. El paraíso de las oscilaciones: de la brutalidad de los cuerpos a la ternura al filmarlos, al mirarlos. Melancolía deslizada por las imágenes: ambientes azules, neones, luces rojas, cámaras de videovigilancia. Turbulencias del placer evidenciadas en el corazón de la película, cuando un Willem Dafoe (genio absoluto) entona una canción en el centro del escenario. Entonces, la cámara nos acerca a los cuerpos de las chicas, nos descubre los leves movimientos de una, para después, con el plano siguiente, mostrarnos los de todas. Con una tierna escena paralela, recubierta por la canción de Dafoe, en la que Mathew Modine y Asia Argento tontean y juguetean con unos billetes “entre la música”. El fluir de los cuerpos, lentamente. Tras la canción, un corte brusco y el comienzo del “gran entretenimiento”, como si lo que habíamos visto fuera un entremés de lo que venía después.

Despleguemos entonces los conceptos que dividen el film: la melancolía y el gran entretenimiento. A priori, nos encontramos con un relato sobre la extinción de un lugar, el Ray Rubby Paradise. Se nos muestran pequeños acontecimientos cotidianos (ni siquiera microhistorias) una noche cualquiera antes del previsible cierre del local, que atraviesa mil penurias económicas. Conocemos a los pobladores del lugar, ellos forman su toponimia y de alguna forma son como una gran familia. El dueño, Ray Rubby (Dafoe, versión alter ego de Ferrara), el iracundo manager (Bob Hoskins) o el hermano del dueño (Modine). Al final, acabamos conociendo a los personajes, son casi nuestros amigos, lo sentimos en el Paradise, como algún tiempo atrás en el Austin de Dazed And Confused o en el bar de Death Proof. Habitamos esos lugares y nos sentimos libres en ellos.

Volvamos de nuevo a la escena de la canción, al momento preliminar a ella. Vamos viendo como todo va preparándose, poco a poco, mientras suenan algunos acordes. Son gestos invisibles: las chicas van movilizándose hacia el escenario, el manager explica las normas a los nuevos clientes (regla nº 1: no tocar), el dueño se acicala frente a un espejo los segundos antes de entrar a escena. Nunca habíamos visto un Ferrara tan delicado, cuidando tanto cada pequeño detalle. Delicadeza al encadenar los apuntes que vertebran la película, y ternura sobre todo. Ternura al mostrarnos el perro de una stripper en la cocina y el consiguiente enfado del cocinero, al descubrirnos la historia de una gogó embarazada o al exponernos la explosión en celos del joven marido que acaba de descubrir que su mujer trabaja en el club. Una película cosida por detalles, la avería de una máquina de bronceado o la habitual actuación de Modine con un piano de juguete.

Pero la tristeza acaba siempre por transformarse en otra cosa por medio de un fuerte choque. Al final, sin que lo esperemos, aparecerá un boleto de lotería para romper el canto fúnebre. El paraíso perdido vuelve a la vida. Es la misma sensación, pero a gran escala (más bien, mastodóntica), que antes habíamos sentido en el salto del canto triste de Dafoe al espectáculo de las strippers. La potencia de una película fundamentada en el contraste, entre la delicadeza y la hosquedad, entre la belleza idílica de los cuerpos y la frialdad sin concesiones de los números. Un paraíso partido en dos y multiplicado por mil.

No hay comentarios: