La serie desarrolla un cierto gusto por la rutina, Los Soprano es su gran modelo a todos los niveles: el mundo de los hombres, el de las mujeres, una serie de perfiles específicos a los personajes (Don Draper, como Tony Soprano, engañando a su mujer, sumergido en una especie de problema psicológico que incluye fugas mentales a su propia infancia; Paulie y Roger Sterling, Silvio y Salvatore Romano, primos hermanos...). Pero sobre todo, la serie de Michael Weiner (que ya se encontraba en la nómina de creadores de Los Soprano) juega, como la de David Chase, a la búsqueda de una cierta calma entre el murmullo: los años pasan y no nos enteramos, la verdadera Historia entra en escena y no la notamos ni brusca ni forzada. Es uno de los valores más explorables del formato televisivo, ¿cómo registrar la cotidianeidad de un país a través de los años? En Los Soprano esa búsqueda adquiría un valor antropológico, en ella vivimos la contemporaneidad americana, los EEUU de antes y después del 11-S, sus consecuencias, los temores que el ataque terrorista arrastraba consigo, mientras que en Mad Men todo se entrega a la ficción, a cómo reescribir esa Historia (la de los años 60), cómo hacer alumbrar los cambios sociales poco a poco, las muertes de algunos tótems culturales (Marilyn, JFK), dentro de la gran historia de unos ejecutivos de una gran empresa de publicidad, formada básicamente por retazos, por brochazos nada ruidosos. Verdaderamente, y como en Los Soprano, la calma se adueña de todo, y aunque sea un poco como una telenovela, en Mad Men no pasa gran cosa. Está formada por muchas microhistorias: algunas se alargan, otras no duran más que un capítulo, otras que creemos que serán claves se cierran inesperadamente en diez minutos. Son todas ellas las que mueven ese mundo, las que lo inundan de riqueza narrativa. Incluso cuando alguna de las tramas principales (el pasado de Don) huela un poco a cartón. La ventaja de la serie frente a la película no es más que esa: la capacidad o la facilidad a la hora de explorar la utilización del tiempo.
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¡Esas mujeres!
Si de entrada diferenciamos, como en Los Soprano, el mundo de los hombres: Sterling Cooper, las juergas nocturnas, los engaños; del de las mujeres: limitado a una casa, como mucho a un paseo por el jardín o a la práctica de la equitación (único espacio de libertad para Betty Draper, usualmente el único donde puede acercarse a otro hombre que no es su marido), también en los despachos de la empresa, verdadero hábitat de los hombres en Mad Men, hay mujeres, pero, como en el global de la serie, apreciamos evidentes distinciones. Ellos son quienes hacen girar todo, incluso a las mujeres a su alrededor. Resulta representativo que el personaje femenino más importante en Sterling Cooper (es la líder entre ellas) sea Joan Harris, quien se dedica literalmente a correr detrás de los hombres, a “pasear su culo” por los pasillos y a vigilar que ninguna de las trabajadoras se pase de la raya o intente ponerse de alguna manera a su altura. Cuando recibe a Peggy Olson al comienzo de la serie, enseguida le alecciona a mostrarse sumisa hacia su jefe Don Draper. Peggy empezará tímida, siguiendo las órdenes de Joan, pero enseguida se dará cuenta de cómo funcionan las cosas en la empresa, logrando poco a poco colocarse a la altura de los hombres, mostrar sus dotes publicitarias e incluso, obtener, más que ningún otro personaje, la confianza total de Draper. Así, Peggy pasará a convertirse en una suerte de símbolo feminista, el de una libertaria. Es justamente el inverso de Joan, que pese a estar tan cerca de los hombres, pese a ser muy bien apreciada, no deja de ser el modelo de mujer-objeto. A grosso modo esa antítesis, que nunca una batalla entre las dos, sería como enfrentar a Jane Fonda contra Marilyn.
(work in progress)
1 comentario:
Memorables ni con los dedos de un manco los cuentas. Un año muy triste para esa revista. Incluso el número de Rohmer es malo, excepción hecha de alguna entrevista.
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